SANEMOS NUESTRAS HERIDAS
«La curación es la manera de superar la separación.»
Rara vez escogemos conscientemente las barreras que oponemos al amor. Son el resultado de nuestros
esfuerzos por proteger los lugares donde tenemos herido el corazón. Alguna vez, en alguna parte, tuvimos la
sensación de que un corazón abierto era causa de dolor o de humillación. Amamos con la apertura de un niño,
y a alguien no le importó, o se rió, o incluso nos castigó por hacerlo. En un fugaz momento, quizás una fracción
de segundo, tomamos la decisión de protegernos ante la posibilidad de volver a sentir jamás ese dolor. No
queríamos permitirnos ser tan vulnerables nunca más. Nos erigimos defensas emocionales. Intentamos
construir una fortaleza que protegiera nuestro corazón de cualquier ataque. El único problema es que, de
acuerdo con el Curso, creamos aquello de lo cual nos defendemos.
Hubo una época en mi vida en la que sentía que debía dejar de abrir tanto mi corazón a la gente que no
respondía como yo deseaba que me respondieran. Me enojaba con las personas que sentía que me habían
herido, pero en vez de entrar en contacto con esa rabia y ofrecérsela a Dios, la negaba. Casi todos los
estudiantes del Curso caen en esta trampa. Si no se lleva el enojo a la conciencia, no tiene adónde ir. Entonces
se convierte en un ataque contra uno mismo o en un ataque inconsciente e inapropiado contra los demás.
Al no reconocer la plena extensión de mi rabia, y pensando que la lección que tenía que aprender era
simplemente que no debía revelar tan abiertamente mis sentimientos, iniciaba relaciones con dos factores en
mi contra: estaba cerrada (léase «era fría») e iba armada de ocultos cuchillos emocionales provenientes de mi
enojo inconsciente. Y entre este último y la frialdad podía cortarle las alas al más santo de los hombres, con lo
cual, naturalmente, mi rabia y mi desconfianza iban en aumento. Una vez que estuve hablando con una
terapeuta muy sabia, le hice un comentario más o menos de este estilo:
- A muchas mujeres de mi edad nos resulta muy difícil encontrar hombres disponibles realmente capaces de
amar y de comprometerse.
Su respuesta me sonó como un repicar de campanas: -Cuando una mujer dice algo así, generalmente en el
fondo tiene una actitud de desprecio por los hombres. Desprecio por los hombres. Desprecio por los hombres.
Las palabras me resonaron en el cráneo. No sé si ese era el problema de todas las mujeres que le habían
dicho algo así, pero en mi caso había dado en el clavo. Con frecuencia pensaba en algo que decía el Curso:
creemos que estamos enojados por lo que nos ha hecho nuestro hermano, pero en realidad lo estamos por lo
que nosotros le hemos hecho a él. Yo sabía vagamente que aquello era verdad, ¡pero tuve que escarbar
mucho para ver qué era lo que les hacía a aquellos hombres que me estaban haciendo a mí todas esas cosas
horribles! El Curso habla de las «tenebrosas figuras» que arrastramos de nuestro pasado, y nos dice que
tendemos a no ver a nadie tal como es. Reprochamos a los demás cosas que otras personas nos hicieron en el
pasado. Si mi pareja me decía: «Cariño, no puedo volver el domingo por la noche como había planeado. Debo
seguir trabajando en este proyecto y quizá no vuelva hasta el martes», era como si me hubiera dicho que se
me había muerto el gato y el perro se me estaba muriendo. El problema no era que él volviera a casa unos días
más tarde, sino cómo me hacía sentir interiormente oírle decir eso. No puedo describir la sombría
desesperación que me atravesaba el corazón. Ya no estaba relacionándome con mi pareja, ni con aquella
circunstancia. Estaba recordando todas las veces que me había sentido como si yo no importara, no fuera
atractiva, papá no quisiera tomarme en brazos o algún otro hombre no quisiera seguir teniendo relaciones
conmigo.
Desde la perspectiva del Curso, esta situación reaparecía entonces para que yo pudiera sentir de nuevo lo
mismo y darme cuenta de que no tenía nada que ver con el presente. Pedí un milagro: "Estoy dispuesta a ver
esto de otra manera. Estoy dispuesta a recordar quién soy". La respuesta de Dios a mi dolor no iba a ser
-contrariamente a lo que mi ego decía que era la única manera de librarme de ese sufrimiento- un hombre que
me repitiera sesenta veces al día: «Eres fabulosa, eres maravillosa, te amo, te necesito», y después me
demostrara lo deseable que era quizá dos veces al día y preferiblemente tres. La posibilidad de sanar no podía
venir en última instancia de hombres que no tolerarían -porque en realidad nadie puede tolerarlas- mis
carencias, ni la culpa que yo intentaba despertar en ellos para conseguir que quedaran satisfechas mis
necesidades, o lo que yo creía que eran mis necesidades. Mi verdadera necesidad, por supuesto, era darme
cuenta de que no necesitaba que un hombre llenara mis insaciables necesidades emocionales, que no eran
reales, sino apenas un reflejo del hecho de que me consideraba inferior. La salvación sólo llegaría si
renunciaba a la idea de que no valía lo suficiente. Al defenderme de que me abandonaran, seguía creando, una
y otra vez, las condiciones adecuadas para que ocurriera precisamente eso.
¿Por qué no pueden comprometerse los hombres? Yo sólo puedo responder por mi experiencia, pero en
esos casos, y en los de muchas mujeres que he conocido, los hombres no se comprometieron porque yo y
esas mujeres nos acorazamos contra el compromiso. Nuestra coraza es nuestra oscuridad: la oscuridad del
corazón, la oscuridad del dolor, la oscuridad del momento en que hacemos ese comentario perverso o esa
demanda injusta.
Nuestras defensas reflejan nuestras heridas, que nadie excepto nosotros mismos puede sanar. Los demás
pueden darnos amor, inocentemente y sinceramente, pero si ya estamos convencidos de que no se puede
confiar en la gente, si esa es la decisión que ya hemos tomado, entonces nuestra mente interpretará el
comportamiento de cualquier persona como una prueba de que la conclusión a que hemos llegado es correcta.
El Curso nos dice que decidimos lo que queremos ver antes de verlo. Si queremos centrarnos en la falta de
respeto de alguien por nuestros sentimientos, sin duda la encontraremos, dado el hecho de que no hay
demasiados maestros iluminados disponibles. Pero un montón de gente está haciendo esfuerzos mayores de
lo que les reconocemos y trabajando contra algunas desventajas formidables cuando nuestro ego nos ha
convencido de que los hombres o las mujeres son imbéciles, o de que no les gustamos, o de que siempre se
van y nos dejan, o de que simplemente no hay en el mundo nadie que sirva para nada.
13. CAMBIAR DE MENTALIDAD
«El cambio fundamental ocurrirá cuando el pensador cambie de mentalidad.»
El objetivo de la práctica espiritual es la recuperación plena, y sólo de una cosa es preciso recuperarse: del
sentimiento fracturado de uno mismo. Nadie puede convencerte de que eres una persona válida si tú no te lo
crees. Si los demás actúan como si lo fueras, tú no les creerás, o bien llegarás a depender hasta tal punto de
que te lo aseguren continuamente que lo único que conseguirás mediante esa dependencia será que cambien
de opinión. De cualquiera de las dos maneras, tú te quedas convencido de que no eres una persona válida. El
único ejercicio que se repite varias veces en el Libro de ejercicios de Un curso de milagros es «Soy tal como
Dios me creó». El Curso dice que el único problema que realmente tienes es que te has olvidado de quién eres.
Mediante tu deseo de ver la perfección en los demás te despiertas a tu propia perfección, aunque a veces
esto no es fácil. Cuando siento que la vieja y conocida oscuridad empieza a descender sobre mí, cuando por
ejemplo un hombre hace un comentario que racionalmente reconozco que es bastante inocente, pero que me
hace sentir abandonada, dejada de lado o rechazada, ya he pasado por bastantes situaciones así en mi vida
como para saber que el mal no está en lo que él acaba de decir. Él no es el enemigo. El enemigo es este
sentimiento que en el pasado me ha llevado a atacarlo o a defenderme hasta el punto de hacer que él sienta
exactamente lo que yo siento que él siente, aunque en realidad él no lo estuviese sintiendo. Pero puedo optar
por ver la situación de diferente manera. Esta es mi muralla. Es el punto donde debemos ser muy conscientes y
llamar a Dios pidiendo un milagro: «Dios amado, ayúdame, por favor. Es esto. Aquí mismo. Ahí es donde la
espada me entra en el corazón. Ahí es donde la cago cada vez».
El momento en que el dolor es más intenso es una oportunidad maravillosa. El ego preferiría que jamás
mirásemos directamente al dolor. Cuando estamos en crisis, hay una buena probabilidad de que nos
descuidemos y pidamos ayuda al Cielo. Al ego le gustaría que nunca estuviéramos en crisis. Él prefiere que por
el fondo de nuestra vida corra un calmado río de desdicha, no tan malo como para hacernos pensar si no serán
nuestras propias opciones lo que provoca el dolor. Sólo cuando el dolor está aquí, tenemos la oportunidad de
«derrotar a Satán y expulsarlo para siempre».
-Marianne -me dijo una vez un hombre-, tú sabes que puedes trabajar en este asunto con tu terapeuta, con
Un curso de milagros, con tu editor, con el que da las charlas sobre relaciones humanas y con todas tus
amigas, pero nadie te dará la magnífica oportunidad que tienes de trabajar en ello conmigo.
Lo que quería decir, por supuesto, era que con los demás podría describir el dolor, pero con él podría
sentirlo. Y en aquel momento, si yo no elegía la opción pueril y narcisista de eludir la responsabilidad y
abandonarlo, sino que me quedaba a afrontar el miedo y a superarlo, se cumpliría la finalidad de la relación.
Cuando llevamos nuestra oscuridad a la luz y la perdonamos, entonces podemos seguir adelante.
Sanamos por medio del descubrimiento y la plegaria. La conciencia sola no nos sana. Si el análisis pudiera,
por sí solo, sanar nuestras heridas, ya estaríamos todos sanos. Nuestras neurosis están profundamente
incrustadas en nuestro psiquismo, como un tumor que envuelve a un órgano vital.
El proceso del cambio milagroso es doble:
1. Veo mi error o pauta negativa.
2. Pido a Dios que me libere de ello.
El primer principio sin el segundo es impotente. Como dicen en Alcohólicos Anónimos, «tus buenas ideas son
las que te han traído aquí». Tú eres el problema, pero no la solución.
El segundo principio tampoco es suficiente para cambiarnos. El Espíritu Santo no puede tomar de nosotros lo
que no queremos entregarle. Él no trabaja sin nuestro consentimiento. No puede quitarnos los fallos de
carácter si nosotros no queremos, porque eso sería violar nuestro libre albedrío. Nosotros escogimos esas
pautas, y por más equivocados que estuviéramos cuando lo hicimos, Él no nos obligará a renunciar a ellas.
Al pedir a Dios que te sane, te comprometes a dejarte sanar. Esto significa que optas por cambiar, y la
resistencia del ego al cambio es intensa: quiere que pensemos que somos demasiado «viejos» para cambiar.
Decir que estás enojado porque eres alcohólico, por ejemplo, quizá describa tu enojo, pero no lo justifica. La
única ventaja de saber que estás enojado es que puedes elegir estar de otra manera. Puedes pasarte años en
terapia, pero hasta que no decidas actuar de un modo distinto, no harás más que dar vueltas en círculo. Por
supuesto que te sientes raro mostrándote dulce cuando has sido áspero durante toda tu vida, pero eso no es
excusa para no intentarlo.
Un curso de milagros afirma que la manera más eficaz de enseñarle a un niño no es diciéndole «No hagas
eso», sino «Haz esto». No llegamos a la luz mediante un interminable análisis de la oscuridad. Llegamos a la
luz eligiendo la luz. Luz significa comprensión, y sólo comprendiendo sanamos.
Si el propósito de una relación es que la gente sane, y la sanación sólo puede producirse cuando mostramos
nuestras heridas, entonces el ego nos enfrenta a un callejón sin salida: «Si no me muestro tal como soy, no
habrá crecimiento, y sin crecimiento llegará en última instancia el aburrimiento, que es la muerte de la relación;
pero si me muestro con sinceridad, entonces quizá pareceré poco atractiva y mi pareja me dejará».
El narcisismo del ego nos mantiene esperando que aparezca la persona perfecta. El Espíritu Santo sabe que
la búsqueda de la perfección en los demás no es más que una cortina de humo que oculta nuestra necesidad
de cultivar la perfección en nosotros mismos. Y si hubiera una persona perfecta ahí afuera -que no la hay-, ¿le
gustarías tú? Cuando renunciamos a la obsesión pueril de escudriñar el planeta en busca de la persona
perfecta, podemos empezar a cultivar la habilidad de tener relaciones compasivas. Dejamos de juzgar a los
demás para relacionarnos con ellos. Antes que nada, reconocemos que no nos relacionamos para
concentrarnos en lo bien o lo mal que los demás aprenden sus lecciones, sino para aprender las nuestras.
El ego se defiende del amor, no del miedo. El dolor que se siente en las relaciones puede ser perversamente
cómodo, porque ya lo conocemos. Nos hemos acostumbrado a él. Una vez oí una cinta grabada por el maestro
espiritual Ram Dass en la que decía que había leído un artículo sobre un bebé maltratado a quien habían
separado de su madre. Mientras la asistenta social intentaba llevárselo, el niño pugnaba por seguir en los
brazos de su madre. Aunque ella lo golpeaba, era la única persona que él conocía. Estaba acostumbrado a ella
y quería permanecer en territorio familiar.
Esta historia ejemplifica nuestra relación con nuestro propio ego. El ego es nuestro dolor, pero es lo único
que conocemos, y nos resistimos a abandonarlo. Con frecuencia, el esfuerzo necesario para dejar atrás las
pautas dolorosas es más incómodo que mantenerse dentro de ellas. Y el crecimiento personal también nos
duele, porque nos hace sentir avergonzados y humillados al enfrentarnos a nuestra propia oscuridad. Pero el
objetivo del crecimiento personal es el viaje de salida de las oscuras pautas emocionales que nos causan dolor,
para encaminarnos a las que nos proporcionan paz. El libro Psychotherapy: Purpose, Process and Practice
[Psicoterapia: propósito, proceso y práctica] afirma que en última instancia la religión y la psicoterapia se
convierten en lo mismo. Ambas representan la relación entre pensamiento y experiencia, y el Espíritu Santo se
vale de ellas para celebrar una de las potencialidades humanas más gloriosas: nuestra capacidad de cambiar.
Actualmente hay una tendencia a analizar infinitamente nuestras neurosis, usando sin embargo el análisis
más bien para justificar que para sanar la herida. Pasado cierto punto, cuando ya se ha visto cómo evolucionó
una pauta («Mi padre era emocionalmente inaccesible» o «Mi madre me maltrataba») y el efecto que tuvo
aquello sobre nuestra personalidad («No sé dejar que un hombre se me aproxime» o «Ahora me cuesta mucho
confiar en cualquier figura de autoridad»), el cambio se produce debido a una decisión de nuestra parte: la
decisión de sanar, la decisión de cambiar. No es tan importante por qué me enojo o me pongo a la defensiva.
Lo que importa es que decida que quiero sanar y pida a Dios que me ayude.
Como un actor que lee las líneas de un guión, yo puedo escoger una respuesta nueva ante la vida, una
lectura nueva. Hay gente que a estas alturas clamaría: «¡Negación!». Pero lo que estamos negando es el
impostor que llevamos dentro. El hecho de que tengamos un sentimiento sincero no significa que sinceramente
seamos «eso». Yo no soy mi rabia. ¿Tengo que reconocerla? Sí, pero sólo para ir más allá de ella. Una vez
que he visto mi rabia, estoy en condiciones, como dicen en Alcohólicos Anónimos, de «actuar como si» fuera
capaz de hacerlo de diferente manera. Porque lo soy. Nuestro ego se ha inventado un personaje de ficción al
que ahora consideramos como nuestra personalidad. Pero la personalidad es algo que estamos creando
continuamente, y si lo decidimos, podemos re-crearla constantemente.
Una vez un amigo me comentó que tenía miedo de que, si nos relacionábamos íntimamente, uno de los dos
pudiera resultar herido. Le pregunté cuál de los dos le preocupaba.
-Tú -me respondió.
Me sentí como «rechazada por si acaso», me enojé y se lo dije.
-A eso me refiero -contestó-. Es evidente que te tomas las cosas tan a pecho que no creo que pudiera
aguantártelo mucho tiempo.
Me di cuenta de que ese era un momento que había repetido de diversas maneras con diferentes personas, y
muchas veces había pedido la sanación de aquello. Estaba abierta, y le pregunté:
-Dime sinceramente cómo podría haberlo hecho de otra manera. ¿Qué otra cosa podría haberte dicho?
-Podrías haberte limitado a sonreír y decirme: «¡Pues mira que eres creído!».
Su respuesta me entusiasmó. Me sentí como una ilusionada actriz trabajando con un gran director.
-Oh, ¡es estupendo! -le dije-. Demos marcha atrás y vamos a hacer una vez más esa escena. Vuelve a decir
lo que dijiste.
-Marianne, tengo la sensación de que si llegáramos a intimar realmente, uno de los dos resultaría herido.
-¿Por cuál de nosotros tienes miedo? -pregunté. -Por ti.
Lo miré y sonreí:
-Pues mira que eres creído.
Él se rió y yo grité de entusiasmo. Aquello había sido una completa revelación, una auténtica autorización,
una reprogramación de mi ordenador emocional en un sector en donde inconscientemente yo había recurrido
siempre a una pauta de respuesta impracticable. Ahora acababa de abrir un nuevo canal, un nuevo conjunto de
posibilidades. Inicialmente había escogido el camino del enojo. Ahora escogía el del amor. No tenía por qué ser
el animal herido. Podía optar por identificarme con mi propia fuerza, que en realidad para mí era el papel más
fácil de representar. Podía permitirme ver a los demás por mediación de una naturaleza generosa y confiada.
Mi hermano no estaba aquí para atacarme, sino para amarme. Confiar en ello y devolverle amor era por
completo cosa mía.
Al aceptar la Expiación, la corrección de nuestras percepciones, se nos devuelve a lo que realmente somos.
Nuestro verdadero ser de puro amor es indestructible. Todos los espejismos se disiparán. Aunque haya
experiencias, como los traumas de la niñez, que pueden desviarnos de nuestra verdadera naturaleza, el
Espíritu Santo nos guarda la verdad en depósito hasta que decidimos volver.
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