Esta Fuera de su Casa! de su Casa Interior! !!! De sus ser
En este momento, en el lugar donde se encuentra, hay una casa que lleva su nombre. Usted es el único propietario, pero hace mucho tiempo que perdió las llaves. Por eso ahora usted está fuera de su casa y solo reconoce la fachada. Usted ya no la habita. Esa casa, refugio de sus recuerdos más ocultos y reprimidos, es su cuerpo.
Esta es una de las paradojas de nuestra sociedad: nunca hemos estado preocupados por el aspecto exterior de nuestro cuerpo, su peso, su olor, su pelo, la ropa, las diferentes maneras de que sea más atlético, pero, al mismo tiempo, no sabemos casi nada de nuestro propio cuerpo, de su naturaleza profunda, de modo que se ha convertido para nosotros casi en un cuerpo extraño.
Lo más frecuente es que cuando uno tiene algún dolor empiece a interesarse por su cuerpo. O bien cuando nos decepciona por su forma o por cómo se comporta. Entonces intentamos mejorarlo. Muchos de nosotros tenemos el concepto de que nuestro cuerpo es una máquina que hay que someter, forzar o exprimir para sacar de él el mejor partido posible o para prolongar la vida. Y al hacer esto lo estamos negando. Sí, negando todo su ser.
Porque nuestro cuerpo somos nosotros mismos. La cabeza no va por un lado – la mente o el alma- y el cuerpo por otro. Esta separación es inviable, o ilusoria. Los sufrimientos de nuestro cuerpo, los accidentes, las operaciones, las enfermedades, repercuten en nuestra psique, dejando sus marcas en el alma.
Y a la inversa, todo lo que nos pasa en la vida queda inscrito en nuestro cuerpo. Pequeños y grandes sobresaltos emocionales, duelos, rupturas, abandonos, dejan su marca en nuestros músculos, en nuestra carne. Las presiones familiares, sociales o morales dejan también una huella.
Detrás de nuestros agarrotamientos y nuestras contracturas se esconden casi siempre estos sufrimientos pasados. “Los músculos de nuestros ojos, de nuestras mandíbulas, de nuestro diafragma, de nuestro sexo, de nuestras piernas, de nuestros pies, han causado todos los acontecimientos de nuestra vida, incluso aquellos que ya hemos olvidado, sobre todo aquellos que hemos olvidado hace mucho tiempo” escribió Therese Bertherat
El sistema de defensa es casi siempre el mismo: los músculos se contraen y se ponen rígidos para anestesiar el dolor, las emociones, los sentimientos.
Al recibir el golpe, la protección es necesaria y bastante eficaz. Pero, a diferencia de los animales – que tienen el mismo sistema de defensa -, a nosotros -seres humanos dotados de imaginación- nos cuesta, una vez que el peligro ha pasado, relajarnos del todo.
Nosotros mantenemos una actitud de prevención. Lo que ha ocurrido una vez puede volver a ocurrir; por lo tanto, mejor no bajar la guardia. Y de este modo la rigidez se instala en nuestro cuerpo.
Y entonces el conjunto del cuerpo se altera. Determinados músculos, que al estar tan agarrotados ya no pueden hacer su trabajo, renuncian a cumplir su función. Y un grupo de músculos vecinos toma entonces el relevo.
Aún tenemos que coger el paquete de azúcar de lo alto del armario o atarnos los cordones de los zapatos. Un día tras otro, el cuerpo desarrolla estas astucias, se adapta. Y se deforma.
La buen noticia es que estamos vivos y que nuestro cuerpo guarda en él un formidable potencial de autosanación, de resiliencia dirán algunos.
A cualquier edad, los músculos pueden desagarrotarse, reencontrar su forma más saludable; la rigidez – tanto del alma como del cuerpo – puede aliviarse.
Nunca es demasiado tarde. Genial! Pero ¿qué hay que hacer exactamente y por dónde empezar?
Therese Bertherat nos propone cambiar la forma que tenemos de ver nuestro cuerpo. Contemplémoslo con ojos nuevos, librémonos de todas las ideas heredadas en las que creemos a pies juntillas: la delicadeza de la espalda, por ejemplo, o la imposibilidad de cambiar a partir de ciertas edades.
Deshagámonos de las etiquetas que un médico, un padre, una madre, un cónyuge, un espejo nos inculcaron: fofo, débil, rígido, torcido, jorobado, gordo, delgado, escoliosis, lordosis, piernas en “X”, pies planos…
Visualicemos nuestro cuerpo como un jardín lleno de promesas. Al principio, observémoslo sin pretender cambiar nada: toleremos las zarzas y las ortigas, las piedras, los insectos supuestamente dañinos, los desniveles, las zonas demasiado a la sombra o los rincones áridos.
Sí, no es fácil. Desde luego que es mucho más difícil que aplicar a toda prisa pesticidas y abonos químicos. Pero tenemos que saber que nuestro cuerpo es un ecosistema que hay que respetar y preservar. Si lo atacamos, él se vengará o se mustiará. Por tanto, observémoslo, intentemos comprenderlo, o mejor dicho, intentemos sentirlo.
Esta es una de las paradojas de nuestra sociedad: nunca hemos estado preocupados por el aspecto exterior de nuestro cuerpo, su peso, su olor, su pelo, la ropa, las diferentes maneras de que sea más atlético, pero, al mismo tiempo, no sabemos casi nada de nuestro propio cuerpo, de su naturaleza profunda, de modo que se ha convertido para nosotros casi en un cuerpo extraño.
Lo más frecuente es que cuando uno tiene algún dolor empiece a interesarse por su cuerpo. O bien cuando nos decepciona por su forma o por cómo se comporta. Entonces intentamos mejorarlo. Muchos de nosotros tenemos el concepto de que nuestro cuerpo es una máquina que hay que someter, forzar o exprimir para sacar de él el mejor partido posible o para prolongar la vida. Y al hacer esto lo estamos negando. Sí, negando todo su ser.
Porque nuestro cuerpo somos nosotros mismos. La cabeza no va por un lado – la mente o el alma- y el cuerpo por otro. Esta separación es inviable, o ilusoria. Los sufrimientos de nuestro cuerpo, los accidentes, las operaciones, las enfermedades, repercuten en nuestra psique, dejando sus marcas en el alma.
Y a la inversa, todo lo que nos pasa en la vida queda inscrito en nuestro cuerpo. Pequeños y grandes sobresaltos emocionales, duelos, rupturas, abandonos, dejan su marca en nuestros músculos, en nuestra carne. Las presiones familiares, sociales o morales dejan también una huella.
Detrás de nuestros agarrotamientos y nuestras contracturas se esconden casi siempre estos sufrimientos pasados. “Los músculos de nuestros ojos, de nuestras mandíbulas, de nuestro diafragma, de nuestro sexo, de nuestras piernas, de nuestros pies, han causado todos los acontecimientos de nuestra vida, incluso aquellos que ya hemos olvidado, sobre todo aquellos que hemos olvidado hace mucho tiempo” escribió Therese Bertherat
El sistema de defensa es casi siempre el mismo: los músculos se contraen y se ponen rígidos para anestesiar el dolor, las emociones, los sentimientos.
Al recibir el golpe, la protección es necesaria y bastante eficaz. Pero, a diferencia de los animales – que tienen el mismo sistema de defensa -, a nosotros -seres humanos dotados de imaginación- nos cuesta, una vez que el peligro ha pasado, relajarnos del todo.
Nosotros mantenemos una actitud de prevención. Lo que ha ocurrido una vez puede volver a ocurrir; por lo tanto, mejor no bajar la guardia. Y de este modo la rigidez se instala en nuestro cuerpo.
Y entonces el conjunto del cuerpo se altera. Determinados músculos, que al estar tan agarrotados ya no pueden hacer su trabajo, renuncian a cumplir su función. Y un grupo de músculos vecinos toma entonces el relevo.
Aún tenemos que coger el paquete de azúcar de lo alto del armario o atarnos los cordones de los zapatos. Un día tras otro, el cuerpo desarrolla estas astucias, se adapta. Y se deforma.
La buen noticia es que estamos vivos y que nuestro cuerpo guarda en él un formidable potencial de autosanación, de resiliencia dirán algunos.
A cualquier edad, los músculos pueden desagarrotarse, reencontrar su forma más saludable; la rigidez – tanto del alma como del cuerpo – puede aliviarse.
Nunca es demasiado tarde. Genial! Pero ¿qué hay que hacer exactamente y por dónde empezar?
Therese Bertherat nos propone cambiar la forma que tenemos de ver nuestro cuerpo. Contemplémoslo con ojos nuevos, librémonos de todas las ideas heredadas en las que creemos a pies juntillas: la delicadeza de la espalda, por ejemplo, o la imposibilidad de cambiar a partir de ciertas edades.
Deshagámonos de las etiquetas que un médico, un padre, una madre, un cónyuge, un espejo nos inculcaron: fofo, débil, rígido, torcido, jorobado, gordo, delgado, escoliosis, lordosis, piernas en “X”, pies planos…
Visualicemos nuestro cuerpo como un jardín lleno de promesas. Al principio, observémoslo sin pretender cambiar nada: toleremos las zarzas y las ortigas, las piedras, los insectos supuestamente dañinos, los desniveles, las zonas demasiado a la sombra o los rincones áridos.
Sí, no es fácil. Desde luego que es mucho más difícil que aplicar a toda prisa pesticidas y abonos químicos. Pero tenemos que saber que nuestro cuerpo es un ecosistema que hay que respetar y preservar. Si lo atacamos, él se vengará o se mustiará. Por tanto, observémoslo, intentemos comprenderlo, o mejor dicho, intentemos sentirlo.
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