Había una vez un hombre que tuvo un sueño. En él, recibió algunas directivas que venían de lo Alto; y, como él no era un hombre común, las siguió, las vivió y las compartió.
Con los años, sus sienes se fueron blanqueando y en su imagen se fueron superponiendo un montón de imágenes, o quizás, fueron los ojos de quienes lo veían que aprendían a descubrir en él, lejanas amistades de tiempos remotos.
Algunos veían en él un Patriarca conduciendo pueblos por el desierto, otros veían a un Profeta reuniendo el final de una Era junto a un nuevo Inicio, otros veían a un alumno de Escuelas forjadas a la luz de las estrellas donde el espacio, el tiempo y la conciencia se convierten en una sola música.
Otros veían al Maestro de todos los días esforzándose en enseñar una óptica más que humana para elevar su condición; otros al Visionario de mundos utópicos que algún día serán realidad sobre la Tierra...
Otros..., en fin, eran tantas las imágenes como tantas las almas que lo fueron conociendo a través del Sendero de la Vida. Pero todos coincidían en una: la del amigo, la del amigo del alma, al que se le podía contar todo, lo mejor, lo más triste, lo más íntimo; aquel en quien se confía, aquel en quien uno piensa cuando levanta los ojos del trajín cotidiano y mira al futuro, al alba, a la luz...
Un día, después de muchos avisos, vinieron unos amigos a buscarlo. Él no se asombró porque en su corazón los esperaba y sabía que también eso estaba escrito en el Libro de la Vida. Se saludaron como se saludan allá lejos, y él miró hacia atrás y, con un gesto de sus manos, les señaló su obra. Había allí muchas personas que se habían reunido, juntas parecían un pueblo, un Pueblo Nuevo...
Los recién llegados los fueron mirando de uno en uno, reconociendo una marca que se extendía hacia los cielos y que, a medida que eran vistos, quedaba grabada a fuego. Él vio la luz que crecía en ese pueblo y algunas lágrimas rodaron aún por sus mejillas cuando contempló ese lugar tan amado haciéndose visible en las montañas. Junto a ellos, un coro celeste vino a unir sus notas con la diáfana atmósfera de ese nuevo amanecer.
El sueño se había completado..., aunque ya nadie recordaba si alguna vez había sido un sueño o siempre había sido realidad.
Por el Maestro Yaco Albala
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