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miércoles, 24 de octubre de 2012

Una de las tareas más grandes que tiene quien desea liberarse de los límites espirituales que le ha impuesto la familia, la sociedad y la cultura, es el nombre. Desde que nacemos nos imprimen esa necesaria etiqueta, nombre y apellido(s) que se van infiltrando en el alma hasta que se convierten en nuestro tiránico doble. Luchamos por hacernos un nombre, tememos que nos lo ensucien, sin él nos sentimos desaparecer. El nombre nos amarra al clan, haciéndonos herederos de sus calidades y errores, nos clasifica en una nacionalidad, en una clase social, especifica nuestro sexo, es como un cofre poderoso que contiene lo mucho o poco que somos. Si queremos domar a nuestro ego, desarrollar nuestra conciencia y despertar el ser esencial que somos, lo primero que tenemos que hacer es luchar con nuestro nombre para impedir que nos domine y, respetándolo, transformarlo. Hay quienes, creyéndose “nobles” o “famosos” lo portan con orgullo, sintiéndose superiores, pero eso les impide desarrollar sus potenciales mágicos, divinos, luminosos que exigen un distanciamiento de cualquiera definición de sí mismo. Todas las religiones han intuido esto y proceden, cuando aceptan en su comunidad a un nuevo miembro, a cambiarle el nombre. También lo han intuido los poetas y magos: el abate Constant publicó sus tratados de magia diciendo ser Eliphás Levi, Neftalí Reyes se hizo Pablo Neruda, étc… Sin embargo, desde un punto de vista alquímico, esto es una huida: no se trata de cambiar una cosa por otra sino de transformar el metal vil en un metal puro… Cuando comprendí esto, me di cuenta que si quería liberarme de la neurosis que me aquejaba, vencer mi desvalorización, el rencor hacia mi padre y realizarme siendo lo que era y no lo que el clan quería que yo fuera, debía tomar mi nombre como un trozo de plomo y trabajar sobre él hasta convertirlo en oro.

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